La montaña rusa emocional
Beatriz Peña
Aunque toda España sitúa al 14 de marzo de 2020 como punto de inflexión en la pandemia de la Covid-19, para mí todo empezó cinco días antes.
Trabajo en una residencia de mayores y, al contrario de lo que muchos os podéis imaginar, no es un lugar lúgubre y oscuro. Hasta entonces, era un lugar lleno de vida, actividades, gente por los pasillos, bromas, risas… Pero ese día algo muy importante cambió: se cerraron las visitas, se cerró el centro y los residentes ya no podían ver a sus familias ni salir de allí. Ese día comenzó todo.
Los meses que hemos vivido como profesionales sanitarios durante la pandemia han sido los más duros de toda nuestra trayectoria laboral, y seguro que este sentimiento es compartido por compañeros de todos los sectores de los servicios de salud.
Cada vez que mi familia o mis amigos me preguntan cómo estoy, la respuesta siempre es clara: vivo en una montaña rusa.
En los primeros meses, esa montaña empezó con muchas curvas. El miedo, la incertidumbre, la falta de pruebas, la ausencia de derivaciones al hospital, la carga emocional, la ausencia de una buena coordinación, el caos… Todo nos hacía mella.
El primer batacazo lo recibimos al tener que dejar nuestras funciones normales y pasar a concederle al virus la capacidad de condicionarlo todo. Nuestras tareas como profesionales cambiaron de la noche a la mañana y aquello que tanto nos gustaba (en mi caso, rehabilitar a la gente) dejó de ser prioritario. Es más, se convirtió en peligroso. Nuestro trabajo se difuminó y pasamos a ser un apoyo para médicos, enfermeros y auxiliares de geriatría.
Además de la carga emocional que suponía el propio trabajo, había que sumarle el miedo al contagio. Contagio propio, contagio a los residentes, contagio a nuestras familias… Veíamos virus por todas partes, desinfectábamos todo.
El miedo se respiraba en el ambiente. Los residentes lo tenían y nosotros también, pero teníamos que ser su apoyo. Mostrarte feliz y optimista cuando por dentro estás destrozado produce confusión emocional, no sabiendo muy bien cómo sentirte en cada momento.
Durante meses fuimos el único contacto que estos residentes, vuestros padres o abuelos, tenían con el exterior. Nos convertimos en su familia, en su apoyo. Las videollamadas con los familiares se convirtieron en el pan de cada día y no todas eran fáciles ni esperanzadoras. Estar presente cuando un hijo se despide de su padre sabiendo que no lo va a volver a ver es de las cosas más difíciles que tuvimos que afrontar.
Por otro lado, los protocolos y los cambios en las medidas a adoptar eran constantes. La frustración la vivíamos día a día, pues teníamos que improvisar y cambiar soluciones de manera continua —incluso varias veces en la misma jornada— , lo cual era agotador.
La falta de coordinación en muchas ocasiones suponía que las decisiones las tomasen profesionales que no estaban cualificados para ello. Cuando es necesario decidir sobre la vida de las personas, la losa de responsabilidad que tienes encima es gigantesca. Tu mente solo mira hacia delante y sabe que tiene que reaccionar rápido, pero después la culpa te come por dentro pensando en si ha sido suficiente, en si tomaste la decisión correcta.
Con todo este panorama, llegar llorando a casa era la tónica habitual. A veces por algo, a veces por nada.
Aun así, no todo era malo. Durante aquellos meses fuimos un gran equipo. El apoyo que nos dábamos entre compañeros era inmenso. Ver la superación, las ganas y el esfuerzo que mis compañeros ponían todos los días me hacía seguir adelante.
Los meses pasaron y las circunstancias iniciales fueron cambiando. La primera ola pasó y llegó la segunda, y la tercera… Las sensaciones cada vez que aparecía un nuevo contagio eran angustiosas. Parecía que vivíamos en el Día de la Marmota.
Vivimos en una montaña rusa, una de alegrías y desilusiones que no acaban. Incluso con la llegada de la vacuna seguimos con el miedo a flor de piel, porque solo escuchar la palabra «positivo» nos destroza.
Después de toda esta experiencia —de seguro compartida— los sanitarios hemos visto la distancia que hay entre la primera línea del combate y la cúpula de dirigentes. Todo se ve muy distinto desde los organismos encargados de gestionar las medidas de la pandemia, donde unos actuaban con un optimismo utópico y otros utilizaban las medidas más tajantes. Sin embargo, los que sufren las consecuencias de las decisiones son siempre otros.
Aunque este sentimiento es el mismo en todos los sanitarios, diría que en los jóvenes tiene una especial importancia. Con nuestras carreras profesionales recién empezadas, con toda la ilusión y el amor que ponemos cada día por lo que hacemos porque nos gusta, en ocasiones el virus nos ha hecho replantearnos nuestra profesión. Después de tantos años estudiando, de todo el esfuerzo y de las horas sin dormir, sentir que te has equivocado, que te gustaría dedicarte a otra cosa, es desconcertante.
Sin duda no somos los mismos que hace un año y nunca lo volveremos a ser.