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Nuestra redactora invitada Zoe Fuentes analiza Shock, una obra para recorrer la historia del neoliberalismo “desde la emoción”

Imagen: Centro Dramático Nacional

Zoe Puentes

Hacía ya un par de temporadas que Albert Boronat, Juan Cavestany, Andrés Lima y Juan Mayorga traían a Madrid un texto que alborotó a los públicos, impidiendo con rigor que en ninguna función se dejase enfriar el negro terciopelo de las butacas del Teatro Valle Inclán. Este 2021, los espacios pandémicos entre localidades dan testimonio del fenómeno de Shock: El cóndor y el puma, siendo sin saberlo una pieza más de la función.

Andrés Lima está al timón de este enorme barco que navega a toda velocidad por el Pacífico. Hay una tensión en la sala, generada por los que ya saben que están a minutos de presenciar el ataque al Palacio de la Moneda, la última canción de Víctor Jara. Una tensión de realidad. Y es que la metodología holística del afamado director en busca de la autenticidad es tan acertada como puntiaguda: todo el proceso creativo se concibe como una investigación. Con trabajo de campo incluido y retroalimentación entre escenógrafos, iluminadores, diseñadores de espacios sonoros y un equipo de sociólogos que, aunque pisando tierra nueva, roban verdades igual que los actores hacen. Tras el éxito de esta forma de trabajar —también demostrado en Prostitución, una de las más sonadas—, Lima se atreve a hilar sobre el esqueleto de La doctrina del shock, de Naomi Klein, un proyecto de primera gama.

Se abre el telón y una mujer relata el deterioro físico causado por las torturas con electroshock por parte del psiquiatra Donald Ewen Cameron, a fin de alcanzar el summum de la belleza: «la nada, que invoca al todo». Tras lo desagradable y truculento de la descripción, y apenas unos minutos tras el inicio de la representación, una de las actrices dispara el primer dardo directo al pecho: «aquella mujer era como un país».

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Después, una serie de proyecciones acompañan a un Milton Friedman que explica entusiasmado las virtudes del libre mercado, plasmadas en la agradable sencillez de un lapicero, mientras es arrastrado por una enorme plataforma circular que, casi ininterrumpidamente, gira y gira hacia la derecha durante el espectáculo. Las cuatro pantallas que rodean la escena, así como el público, bañadas únicamente por tres colores: blanco, rojo y azul. El leitmotiv musical: Freedom!, de George Michael, entonado alegremente esta vez por unos beodos y jovencísimos Chicago Boys.

El siguiente protagonista indiscutible nos abre la puerta del Despacho Oval en el año 1970. Allende acababa de ser elegido por el pueblo chileno, y Nixon pacta con la CIA una campaña de desinformación de catorce millones de dólares. Tres años más tarde, ya se sabe. Está en los libros de historia. Mientras, el equipo formado por Nixon, Cameron y Friedman se empecina en la idea de tabula rasa, en el reseteo social, mental y político para la introducción de los postulados económicos importados de Chicago. Otros tres años más tarde el teniente general Jorge Rafael Videla, recién salido de la Escuela de las Américas, entrelaza su discurso con dos hechos que apelan a las más profundas vísceras de cualquier argentino: un testimonio de tortura obtenido de los Archivos del Terror, destapando el engranaje cruentísimo del Plan Cóndor… y el mundial del 78. Una mezcla angustiosa que agita el estómago y escuece hasta la punta de los dedos, sensación que se entremezcla a la perfección con las primeras notas de aquella canción de Violeta Parra, acompañada al piano: «Volver a ser de repente / tan frágil como un segundo…».

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Shock: El cóndor y el puma es una historia sobre la historia y las historias. Sobre lo visible y lo invisible. Sobre lo que se olvida y lo que nos obligan a olvidar. Pero también sobre la consciencia, el descubrimiento y la reivindicación del pasado. Gracias, Lima. Y gracias, Klein.

Y aunque la crítica al teatro documental es frecuente, en esta ocasión es precisamente el formato el que da valor a su teoría. El teatro documento como mecanismo de shock individual, pero sobre todo de garantía de continuidad colectiva. Como instrumento para darnos la mano y abrir mejor los ojos. «Lo que nos mantiene orientados, alerta y a salvo del shock, es nuestra historia […]. Quizás, una época de crisis como la que nosotros estamos viviendo ahora sea ideal para pensar en la historia, en la continuidad, en las raíces. Quizás sea un buen momento para situarnos, de nuevo, en la historia de la lucha humana».

Hasta el 13 de junio se puede ver la segunda entrega de la obra, Shock II: la tormenta y la guerra, en la que el área geográfica se diversifica, y la calidad teatral se intensifica. Reagan, Yeltsin, Bin Laden y Ana Botella les esperan para acompañarles en un espectáculo en el que lo político y lo teatral se funden como si no hubiesen sido siempre la misma cosa. Y como último apunte sobre Shock, recogiendo la última cita de los cuatro dramaturgos y trayéndola al ámbito puramente artístico, cabe decir que en este caso «lo excepcional deja al descubierto qué es lo normal». No se la pierdan.

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