Estados Unidos, la COVID-19 y el desorden mundial
Gustavo Palomares Lerma
Decano de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UNED
Catedrático Europeo de Relaciones Internacionales
Profesor en la Escuela Diplomática del MAEC
En medio de los estragos que está causando el coronavirus en la sociedad estadounidense y de forma especial en ese 42% que vive sin seguro o con la mínima protección de Medicare o Medicaid, la necesidad de un cambio de modelo, cobra una especial significación en este líder global asolado por la pandemia y con una escasa red de protección social. La Covid-19 ha acelerado la decadencia del imperio estadounidense como “faro” de valores y “modelo de modelos” -como decía Tocqueville en su Democracia en América-, y a la vez ha puesto en marcha un cambio dentro de la agenda pública en los Estados Unidos.
Parece claro que, en estos últimos años y especialmente en estas semanas de muerte y confinamiento, se están viviendo cambios en esa sociedad en donde, como reflejan las encuestas las de los prestigiosos APC-Norc Center for Public Affairs Research y del Pew Research Center, una parte considerable de las clases medias piensan que existe unas cuotas de desigualdad insostenible y que es necesario avanzar hacia un Estado de bienestar, con una profunda reforma fiscal para establecer un sistema más equitativo y de mayor protección social. La necesidad de un nuevo pacto social para responder una parte significativa de la ciudadanía que se siente abandonada y desprotegida ante la crisis dramática de la COVID-19 y que, de forma inexorable, después de las respuestas dadas por parte de esta Administración, ante los costes humanos y materiales, lleva a ese país hacia una transformación inexcusable ante las debilidades sociales y sanitarias de la superpotencia global -otras más-, dentro de una caída inevitable en su liderazgo mundial.
La hegemonía estadounidense dura 120 años si contamos desde la primera agresión exterior que realizó apoyada por una intervención militar en Filipinas, allá por 1899; o 230 años si lo medimos desde el nombramiento como presidente de George Washington en 1789 con la primera configuración de un gobierno moderno y una secretaría para los asuntos foráneos que llevaría a cabo la compra de Luisiana con el nacimiento del concepto de “Gran Nación” que debe afrontar su inexorable destino. En cualquier caso, dos siglos separan el juramento del presidente Trump, sobre la biblia que le regaló su madre cuando tenía nueve años, de las palabras de Polk en su doctrina del «Destino Manifiesto», o del discurso de Monroe respecto a la presencia de los europeos en el continente americano. Menos tiempo ha pasado de los 14 puntos de Wilson proclamados al principio del fin de la Gran Guerra para conformar un nuevo orden mundial; o del “Discurso de la Infamia” de FD Roosevelt poco después de Pearl Harbour, y apenas dos décadas de las palabras de GW Bush poco después del 11 de septiembre llamando a una nueva batalla. En todas ellas, en cada momento transcendente, se responsabilizaba los Estados Unidos del orden y futuro del sistema internacional.
En estos casi dos siglos, los Estados Unidos han sido y lo siguen siendo -aunque cada vez en menor medida, también a tenor de cómo ha abordado la pandemia- la referencia central; el actor indispensable en la evolución del sistema internacional. Sin embargo, la gran paradoja del poder mundial reinante es que no hay ningún actor que, ante la necesidad, por ejemplo, de coordinar una respuesta general ante una pandemia global, pueda estar en todo y controlarlo todo: la incapacidad por parte de los Estados Unidos para seguir siendo el guardián entre el centeno en el presente desorden global. La pérdida progresiva, más todavía desde la llegada de Trump y su forma peculiar de dar respuesta a los problemas nacionales y del mundo, de un liderazgo internacional incontestable que supone la creciente merma de la absoluta influencia pasada para condicionar y organizar la agenda internacional.
El sistema internacional de fin de siglo se caracterizó por complejos equilibrios en un marco de fragmentación política y globalización económica. Desde entonces, la diplomacia estadounidense no parece dispuesta a asumir la responsabilidad en solitario de la estabilidad mundial, gobierne quien gobierne en la Casa Blanca. No es un criterio acertado considerar de forma rígida que estamos asistiendo en este cambio de siglo al nacimiento de sucesivas doctrinas enfrentadas, considerando exclusivamente los cambios sustanciales introducidos en la política exterior y en los instrumentos diplomáticos por los demócratas Clinton y Obama en una dirección multilateral, o la de Bush y Trump de claro sesgo militarista y unilateral, a lo que se suma la deriva aislacionista de los tres últimos años. Las doctrinas que sucesivamente han sido el elemento conductor del interés nacional y del comportamiento de los Estados Unidos en el mundo, desde finales del siglo XIX hasta nuestros días, siempre han supuesto la afirmación clara de sucesivos liderazgos y el actual tanto de demócratas como de republicanos, comparten muchas coincidencias y elementos de continuidad.
La característica fundamental de los Estados Unidos en este nuevo orden-desorden internacional bajo la regla del confinamiento global, es el ejercicio de un liderazgo intermitente, inexistente y/o grotesco, como está ocurriendo con algunas de las recomendaciones de Trump en estos momentos de pandemia. Es el caso de a diversa casuística del liderazgo estadounidense ante los distintos escenarios: la reacción o la pasividad ante situaciones concretas, pero de forma reactiva y desordenada, analizando caso por caso, y sin encontrar un verdadero hilo conductor de un liderazgo en el mundo que se le escurre entre las manos. El reflejo de la principal duda hamletiana de la diplomacia estadounidense para el siglo XXI: la vuelta a los ideales y valores clásicos o, por el contrario, nuevos principios y objetivos para este desorden caracterizado por la hegemonía multipolar y dinámicas perturbadoras nuevas como son los brotes pandémicos. En conclusión, desde una doctrina nueva con nuevos instrumentos acomodados a una inédita realidad, poder superar esa sensación de «perdida del otro»que ha lastrado las acciones de la diplomacia estadounidense en los tres últimos lustros.
No hay duda de la implicación casi salvadora -pero ya olvidada- de la diplomacia estadounidense en algunos momentos históricos en la progresiva solución de conflictos como los de Haití, Oriente Medio, Bosnia, Kosovo e, incluso, el de Zaire y Ruanda, a finales del siglo XX; pero junto a ello, con la llegada del siglo XXI, los Estados Unidos han demostrado su incapacidad para afrontar con éxito las nuevas “guerras” globales: frente al terrorismo radical o, como ahora, contra la expansión de la coronavirus. Ambos “enemigos” han sido capaces de golpear muy duro dentro de su territorio y han puesto en evidencia sus grandes debilidades. Ante estos nuevos retos, por lo contrario, no han sido capaces de encontrar nuevos instrumentos y recurren a viejas respuestas de sobra conocidas: en el caso de la pandemia, esconder la cabeza bajo el ala de la soberbia, para minimizar o excusar el número de muertes que ya provoca la COVID-19 en ese país; en este momento iguala al número de soldados estadounidenses muertos en la guerra de Vietnam (cerca de 50.000), pero muy probablemente dentro de un mes estará cerca de los 250.000, superando en mucho los muertos estadounidenses en la Primera Guerra Mundial y cerca de los fallecidos en la Segunda. En el caso de ese otro “enemigo” que es y sigue siendo el terrorismo radical islamista, su repuesta fue añadir más terror al terror provocando nuevos conflictos como son los de Afganistán, Irak o Libia, cuando no su indiferencia, como ocurre en Siria; el mayor drama bélico y humanitario desde la II Guerra Mundial.
En este diferente y cambiante orden internacional del siglo XXI, por primera vez en la historia, los Estados Unidos no pueden, ni quieren retirarse del mundo, pero tampoco pueden, ni quieren asumir el coste político y económico para dominarlo. No existe la posibilidad en este desorden internacional para una vuelta a las tentaciones históricas aislacionistas, como demuestra también esta epidemia global, por mucho que insista Trump. Pero tampoco la posibilidad de seguir siendo el líder indiscutible del nuevo orden/desorden universal: la obligada respuesta «mágica» para la solución de los numerosos contenciosos en el planeta, la exclusiva referencia de todos los estados que miraban de soslayo para intentar descubrir cuál será la posición de los Estados Unidos en todos y cada uno de los numerosos conflictos, esos mismos estados que, incluso, le siguen pidiendo una implicación directa o indirecta en todos ellos. Por primera vez en la historia contemporánea, los Estados Unidos no pueden asegurar ningún tipo de gobernanza global en el planeta.
Después del trauma que está suponiendo el COVID-19 para el conjunto del sistema internacional, la crisis abierta en los mecanismos de integración y de la Unión Europea como espacio de cohesión solidaria y la tendencia hacía el caos en tantas regiones y conflictos, es muy probable que las relaciones entre estados en esta nueva era, se parezcan más al sistema de estados europeos del XVII, XVIII y XIX, con la Paz de Westfalia de 1.648, las Coaliciones postrevolucionarias de 1792 y 1798 y el Congreso de Viena de 1.814, que a la rigidez que impuso la doctrina de la contención durante la Guerra Fría. Estamos viviendo la consolidación de al menos seis grandes potencias, con su distinto entorno de medianas y pequeñas potencias, y la afirmación de tres grandes bloques económicos que determinarán todos los procesos en su esfuerzo por salir de la crisis económica postpandémica, con el ascenso de China como gran hegemón global en la perspectiva 2030-2050.
Un camino que es bien peligroso para los Estados Unidos y para el resto del mundo, siguiendo los pasos de China y Rusia -las otras superpotencias globales- es continuar enarbolando un nacionalismo de nueva hechura, pero de sabor rancio. Aprovechar toda esta turbulencia global multiplicada por los efectos globales de la COVID-19, para remodelar las relaciones internacionales y acomodarlas a esta “nueva” América Trumpista. En conclusión, cambiar la fase de la globalización integradora que vivimos desde los años 90, con muchos costes para EE. UU. -según el argumentario de Trump-, por una definición restrictiva y de vuelta a los estados nacionales y al nacionalismo en las relaciones políticas, comerciales y estratégicas dentro de un unilateralismo irredento en las relaciones internacionales. El nacimiento de una nueva y regresiva doctrina para los Estados Unidos y para el mundo, en su inútil intento para ponerle “muro” a dinámicas que van más allá de fronteras, ideologías o gobiernos.
La crisis pandémica y sus efectos puede ser efectivamente la consagración de lo que ya parece inevitable: la era estadounidense está llegando a su fin. Y en esta caída imparable, en este fin probable de la era estadounidense que estamos viviendo, el mayor riesgo es que los propios Estados Unidos están alentando un resurgimiento del nacionalismo y del populismo en el mundo. Los tópicos demagógicos que seguían comulgando con la idea de los padres fundadores sobre que los Estados Unidos eran la democracia más acabada y el sistema económico más justo en el mundo, se encuentran en entredicho. Todos estos procesos demuestran hasta qué punto este “modélico” sistema político, económico y social, fruto de la ética protestante y del espíritu del capitalismo -Max Weber dixit– se encuentran en una crisis completa, también de valores.
En conclusión, cuando se supere la pandemia y se entierren los cientos de miles de muertos que han puesto principalmente los trabajadores y las clases más vulnerables y marginadas en ese país, la revisión de la agenda públicacon el incremento de las prestaciones sociales obligatorias por parte del Estado dentro de una gran reforma fiscal y un plan público de fortalecimiento de empresas industriales y de pequeñas empresas en crisis o en quiebra -emulando el New Deal de Roosevelt- será la única respuesta sensata ante el definitivo fracaso del modelo social y el naufragio colectivo propiciados por la coronavirus en ese país.
Gustavo Palomares Lerma es profesor de política exterior de los Estados Unidos en la Escuela Diplomática del España y decano en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UNED. Es coautor del libro Imperium, La política exterior de los Estados Unidos del siglo XX al XXI. Tirant. 2019
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